Por: Benjamín Ezpeleta Ariza.
Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia. Presidente de la Academia de Historia de La Guajira.
Según Herodoto, en una población de la isla de Efeso había la costumbre que, cuando iban a danzar los lugareños, se sumergían en un lago cenagoso vecino y salían completamente embarrados. Los parisinos reviven esta práctica, agregando el participante un capuchón en la cabeza para conmemorar cada aniversario de la toma de La Bastilla (14 de julio de 1789).
A mediados del siglo XIX (19), Riohacha era un puerto cosmopolita y obligado fondeadero de embarcaciones de varias nacionalidades.
En una de ellas arribó el coronel francés José Laborde, estableciéndose definitivamente en esta ciudad, donde casó con una dama sanjuanera de apellido Ariza. De esta unión nació José Laborde Ariza, quien heredó de sus padres una cuantiosa fortuna que le permitió ampliar sus negocios. Por ello, fundó una empresa naviera que cubría la ruta Panamá, Riohacha y Tolón (Francia), lo que facilitó la transferencia de mercancía, tecnología y valores culturales.
A Laborde Ariza se le ocurrió implantar el hábito de los parisinos de embarrarse un día de julio, rememorando la fecha patriótica de la Revolución Francesa. Como la efemérides gala no encajaba en el contexto histórico riohachero, pensó que lo más conveniente era ensamblarlo en el Carnaval, dada la euforia colectiva, la tolerancia y el alto grado de receptividad comunitaria que caracterizan a estas festividades.
Para ponerle tren de aterrizaje a su iniciativa, Laborde Ariza carecía de dos elementos esenciales: el barro y el recurso humano. Lo primero lo encontró en la Laguna Salada, aledaña a la población; y lo segundo, entre los mismos marinos de los buques de su propiedad y algunos voluntarios de la comarca.
El domingo de Carnaval de 1867 salieron los primeros Embarradores. Todo se confabulaba para que cundiera el pánico colectivo entre los riohacheros, quienes se divertían a pierna suelta en las casas, calles y plaza principal.
La madrugada fue cómplice de la aparición fantasmal de unos seres plomizos que parecían extraplanetarios, o extraídos de milenarios sarcófagos egipcios, cuyo ululante alarido congelaba la sangre de quienes lo escuchaban.
Tras la escatológica impresión inicial, los pioneros de esta comparsa se dieron a conocer, quitándose la máscara en medio de la risa nerviosa de muchos, de la admiración general y unas cuantas desmayadas.
CONNOTACIONES. Al analizar esta práctica, salen a relucir otras valoraciones. Históricamente se sabe su importancia por la relación con Francia; a lo que cabe agregar que el sitio donde se enlodan fue el escenario (25 de mayo de 1820), de una batalla por la liberación de la Gran Colombia.
Tras la impresión inicial –más para aquellos que los observan por primera vez– Los Embarradores, simultáneamente con su función de ‘ensuciar’, se incorporan también al Pilón, un desfile de bailadores que, al son de la música, se desbordan, como un caudal humano, por las calles riohacheras, y he aquí, en esta intercomunicación comunitaria, su connotación social.
Una de las significaciones más interesantes de Los Embarradores tiene que ver con la psicología personal. La acción de disfrazarse un individuo no sólo representa para él un cambio de su vestuario cotidiano. Si este fenómeno se observa retrospectivamente y con una concepción antropogénica, es de pensar que, al emerger el individuo del fango lagcunar, se revive el origen bíblico de Adán y Eva.
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